Zoraima Guédez
Yépez.
DPP Archivo
General del Estado Mérida
Mérida se encontraba bajo
los estragos producidos por la guerra, con su mirada puesta en la libertad
política, con una economía descuidada y una sociedad conmovida en sus cimientos
al tomar partido sus habitantes por uno otro bando, cuando la sorprende el
terremoto del 26 de marzo de 1812, señalado como uno de los más destructores de
los ocurridos en la región andina. En un principio se creyó que había sido el
mismo terremoto que había afectado las poblaciones del centro y occidente del
país; estudios recientes han demostrado que fueron dos sismos diferentes los
que ocurrieron ese jueves santo de 1812, el primero en la zona centro norte de
Venezuela a las cuatro y siete minutos de la tarde afectando las poblaciones de
Caracas, La Guaira, Barquisimeto y la serranía de Aroa y el segundo acaecido en
Mérida a las cinco de la tarde, sintiéndose en las poblaciones de Tabay, Ejido,
La Mesa, Lagunillas, San Cristóbal y Trujillo, así como, en Tunja, Bogotá y
Pamplona.
El
26 de marzo de 1812, la ciudad se encontraba celebrando los oficios religiosos
correspondientes al jueves santo, cuando a las cinco de la tarde sobrevino un
sismo de gran intensidad. Por la festividad católica de aquel día muchos
feligreses se encontraban en los templos y otros en la tranquilidad de sus hogares.
Este fenómeno natural duró escasos segundos, pero causó graves daños a las
edificaciones gubernamentales, municipales, religiosas y educativas, así como
un sin número de viviendas particulares del centro de la ciudad; de igual manera, las áreas del
cuartel donde se encontraban los pertrechos y armamento sufrieron daños
considerables. Las víctimas fueron estimadas entre 800 y 2000; entre los
fallecidos se encontraba el Obispo de la Diócesis Santiago Hernández Milanés.
La ciudad vivió una situación de desasosiego producto del terremoto. Durante
algunos días hubo momentos de anarquía.
Muchos vecinos iniciaron un éxodo a otros lugares de la provincia merideña como
Lagunillas y San Juan, otros se trasladaron fuera de los límites provinciales
huyendo de la posible repetición de otro evento de la misma naturaleza. Al
cumplirse doscientos años de tan terrible suceso, lo recordamos no de manera
contemplativa, sino a modo de reflexión sobre las políticas existentes para
aminorar los daños que puede causar un fenómeno natural como éste.
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